El Barómetro de Edelman es una herramienta de medición del nivel de confianza en las instituciones de una democracia. El balance de los últimos años ha sido negativo, pues refleja que la gente parece sentirse perdida acerca de quiénes son confiables, debido en parte a que el mundo se ha vuelto complejo, en especial por la aparición de las «Fake news».
Cada vez más estamos exigiendo a políticos, líderes, funcionarios, empresarios y profesionales mayores esfuerzos de transparencia en sus actuaciones, en especial cuando estén involucrados impuestos y fondos del Estado.
Ya no es bien visto lucrarse del ejercicio del poder, ni aprovecharse de una situación privilegiada para influenciar y conseguir negocios que de otra forma no se obtendrían, pues no tienen la experiencia y capacidad de ejecución, y su contratación vendría en menoscabo de la calidad del servicio prestado a los usuarios. Engañar en licitaciones o negocios con el Estado, me parece, es una de las peores formas de corrupción y falsedad. La mentira se convierte en el idioma de la hipocresía.
La gravedad de la mentira consiste en ser una auténtica violencia concebida contra otro, atentando contra los demás en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que esta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre las personas y rompe el tejido de las relaciones sociales.
Es importante cuidar la forma de hablarnos unos a otros, ya sea personalmente o a través de las redes sociales, en aras a crear un mejor ambiente de diálogo nacional, que nos lleve a trabajar juntos en los problemas que nos aquejan: inseguridad, falta crecimiento económico, escasas oportunidades de empleo para los jóvenes, migración, urgencia de mejorar los servicios básicos de salud, alimentación y educación; y defender el sistema de libertades, en especial de opinión y de prensa.
Podríamos ser artesanos de la paz en El Salvador esforzándonos diariamente en poner freno a la palabra que destruye, analizando nuestro modo de reaccionar ante la desenvoltura con que se acepta como cosa normal criticar a los demás (la vecina, el político, el compañero de trabajo, el futbolista o el colega). De palabra o por escrito, de manera agria o malévola, sin comprensión, llegando con gran naturalidad hasta la detracción y el insulto, vertida muchas veces en las redes sociales, sin la menor posibilidad de que la crítica sea constructiva para nadie.
Señalar y acusar falsamente a personas o contrincantes con acciones corruptas, cuando estas no han sido vencidas en juicio o confirmadas, basados solamente en opiniones o noticias, es una traición a la patria, porque mina la confianza en las instituciones, actores principales del desarrollo sostenible. Es una forma de inseguridad porque denigra la buena percepción que a nivel global tiene El Salvador, especialmente en cuanto a honrar sus compromisos y deudas.
Dijo Solzhenitsyn: «Las mentiras no son palabras que decimos y que se quedan flotando en el aire, alejadas de nosotros, sino que cada mentira nos corrompe por dentro, hasta consumirnos las entrañas».
La palabra hablada tiene una dimensión en cierta manera sagrada, pues cuando emitimos un mensaje, en cierto sentido nos damos a nosotros mismos. Y con la palabra no solo llegamos al oído de los demás, sino a su corazón, al centro de su ser. Su uso recto beneficia, edifica a las personas, mientras que las palabras descuidadas maltratan a los demás. En cada palabra se comunica la persona misma, por lo que, si no podemos alabar, mejor es quedarnos callados…
Columna de opinión, La Prensa Gráfica, 26 de mayo de 2019